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jueves, 31 de marzo de 2016

El Pesebre de Puerto Tranquilo

CAPÍTULO V
EL PESEBRE DE PUERTO TRANQUILO.
Puerto Aysén- Puerto Tranquilo.
17 de Febrero de 2016.

Todo es asfaltado. Un bellísimo camino se nos va abriendo a Coyhiaque. Tal vez, hace tres años, cuando ya anduvimos por acá, no lo disfruté igual. Veníamos cansados, estaba cayendo la noche (para variar) y en motocicleta, cuando vienes con muchos kilómetros a cuestas, vas omitiendo paisajes y lo único que quieres es llegar. Esta vez lo hacemos de manera distinta. No hay lugar donde no quiera parar un rato para jugar y cambiar lentes a mi cámara que ha resistido de manera estoica todas las veces que la he sometido a castigo bajo la lluvia. La fotografía es otra de mis pasiones en las que todo aprendizaje teórico tiene su gran aplicación en estos paisajes donde cada media hora cambian las condiciones de la luz, las condiciones de frío con las que tiritan los dedos al momento de disparar y el viento que te hace perder la concentración siempre. La Gopro hace su trabajo sin quejarse. Las fotos con ella tampoco son erráticas, por lo que siempre va conmigo a todos lados. Montescu insiste en que su SJ4000 hace la misma pega por un cuarto de dinero, aunque al final del viaje, reconocerá, con la humildad de siempre, que la Gopro y su conectividad y compatibilidad hacen que sea insuperable. 
Llegamos, otra vez a Coyhiaque, como hace tres años. Camino completamente asfaltado que por casi 90 kilómetros nos separó de Puerto Aysén. La parada es sólo por bencina. Debemos apurar tranco. Ayer Francisco, en el Casino de Bomberos, nos ha advertido de los cortes en el camino, en específico, a la salida de Cerro Castillo. Hoy tenemos que llegar a Puerto Tranquilo. Según Francisco, los cortes empiezan a las 14.00 hrs. y el camino se reabre a las 18.00 hrs. Estamos atrasados. Las chiquillas van cargadas como lo que son: mulas o elefantes de metal que deben estar dispuestas para el maltrato. Miramos menos y aceleramos. En dos tiempos estamos a la entrada y cruce que nos separa para ir a Balmaceda o a Cerro Castillo. Nosotros seguimos a Villa Cerro Castillo y entramos en ese camino sinuoso, bello en esencia, donde se dice y según la señalética que hay que bajar la velocidad porque hay probabilidades ciertas que se cruce algún huemul en alguna secuencia, o algún “Bambi” o algún animal parecido que a pesar de estar en el Escudo Patrio, jamás, el noventa y nueve por ciento de la población, ha visto en su hábitat natural. Ahí me pregunto si no será mejor un quiltro, un musculoso y potente perro común y corriente que vista nuestro escudo patrio, como símbolo de ese animal noble, omnipresente en nuestros hogares, amigo a toda prueba, que no tenemos que venir a buscar a los confines de Chile para tratar de divisarlo. Preparo mi cámara, por si las moscas. No aparece ni un solo animalito. No tengo el privilegio. El huemul sigue estando en mi mente como un bichito café, amoroso, similar a los de Walt Disney, pero que nunca he podido ver. Paso lento, hago el último intento. Casi los llamo, Montescu se ríe con ganas. Estamos puro perdiendo el valioso tiempo. Volvemos a emprender el ritmo. Comienza a llover por quincuagésima vez en este viaje. Entre estas curvas llueve helado y los calienta puños van al máximo hace rato. Si me pudiera sentar en ellos lo haría gustoso. Son cerca de las 13.30 y ni siquiera he pensado en el hambre. Me asusta el hecho de quedar tirados hasta las 18.00 horas y tener que llegar- como siempre- de noche por la Austral, lloviendo- a Puerto Tranquilo.
Llegamos, con el aliento a Villa Cerro Castillo, todo asfaltado, a las 13.55. A 100 metros está el corte del camino por los funcionarios de Vialidad, quienes toman en sus manos los conos de tránsito para proceder a interrumpir la ruta. Les rogamos que nos dejen pasar y somos los últimos. No alcanzo a sacar ninguna fotografía, a pesar del ejército de mochileros que hay en el paradero, al lado del carrito del café y los sándwich.
El camino, en muy irregular estado, se encuentra en trabajos de ensanche, por lo que Vialidad ha determinado su cierre esencialmente por las tronaduras que en varias partes del camino hay y que genera escombros y derrumbes de consideración. En aquellos lugares hay grandes piedras filosas que hay que ir esquivando para no ir a tierra, pero qué más da, estamos en ruta y vamos a llegar a buena hora a destino, el hambre lo guardaremos en el bolsillo y, ahora que se ha abierto el cielo, y no cae agua, seguimos con cuidado por entre las rocas puntudas que rebotan en las llantas de la moto.
 Hay mucha gente trabajando en el camino, maquinaria pesada y diversos cortes, donde logro saludar a los muchachos con sus chalecos naranjos reflectantes, pero sólo a medias. No logro sacar completamente la mano derecha del volante para saludar. El camino es demasiado irregular y temo irme a piso en medio de un saludo con mucha fraternidad. Ellos entenderán las razones del por qué sólo resalta mi dedo, o dos, con mucha suerte, para el saludo de rigor. De improviso, hay malas señales de los dioses: En un punto determinado, ya avanzados varios kilómetros, un banderillero se niega a dejarnos pasar. El señor de unos bigotes potentes nos dice que el camino está cortado y que empezaron las tronaduras, así es que no debiéramos ni siquiera estar ahí. Comienza lo de siempre, las discusiones de que estamos en lo correcto y que fuimos los últimos en cruzar con la venia presidencial y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El hombre de los bigotes hace sus llamadas por radio en el idioma de los “radio aficionados”. “Sí, cambio”. “Dos motoqueros”. “Dicen que los autorizaron  pasar”. Nosotros con lo nuestro vía interna: “Qué se habrá creído este bigotucho”. Estoy que me bajo de la moto mientras se escucha por la radio “Que pasen”. Saca los conos, toma su paleta color verde (como en una película de Woody Allen somos los únicos de la fila) y seguimos. Risotadas van y vienen. El hambre aguanta ante tanta buena suerte. Efectivamente podemos percibir que el camino se encuentra en proceso de ensanche- no de pavimento- y que permitirá que no vaya mirando el barranco a medida que bordeamos un precioso río. Todo camina “sobre dos ruedas”, miel sobre hojuelas- dirá el siútico, hasta que aparece delante de nosotros una fila de unos 6 o 7 autos, detenidos sin marcha alguna. Son alrededor de las 14.50 horas y nuestro viaje llega hasta acá por el momento. Nos bajamos y nos señalan de manera invariable que el corte de camino se hace efectivo en este punto y que hay que esperar hasta las 18.00 para seguir adelante. Todo se viene abajo. Como que se cierran las cortinas. Nos bajamos de las motos, caminamos y sacamos fotos. Se nos acerca un matrimonio que va adelante en una Van con una tropa de chiquillos y que reclaman contra el gobierno, el Estado y todo lo que diga relación con lo público, por materializar arreglos al camino en época estival. La mujer señala que todo esto es porque este año hay elecciones municipales y se necesita gastar la plata. Allí ya no escucho mucho más. El hambre ha vuelto. No tenemos nada más que las uñas  para masticar y un poco de agua que queda en este descampado donde sólo hay unos cerros y un ripio que nos invita a pensar en casa y en lo que familia esté haciendo a esta precisa hora. No tenemos señal telefónica ni de internet. Faltan casi tres horas para que abran esto y terminaré comiendo un pedazo de neumático para calmar la panza. Montescu hace la magia de siempre y encuentra un pan que nos quedó de nuestros días en barco y que se refugiaba al fondo de su maleta. Es un pan solo, cercano a la dureza, pero que repartimos como en una última cena, como una hostia milagrosa que me sabe tan espectacular, que estoy claro que es lo más cercano a la “Fuente Alemana” y sus sandwichs macabros para levantar muertos de la 3 Oriente al llegar a la 1 Sur en mi Talca querido. Lo mastico con cariño, con lentitud, como que fuera ese chacarero querido, o un “cocodrilo” con un huevo frito encima; o un “chivito”, esos que comimos en el viaje a Uruguay en la “Pasiva”. En fin, podrían ser cientos de panes los que se me viene a la memoria, incluso esos benditos completos de “Donde Alex” – y de los que ya escribí hace un tiempo- pero no, no hay nada más bello y maravilloso que este pedazo de pan semi duro rescatado de las aguas profundas del Pacífico Sur en medio del barco que nos llevó por la vida y que ahora es nuestro único alimento. Para rematar esta tarde feliz, vuelve a llover, pero con la furia del hielo por unos 20 minutos sin parar. Los automovilistas se guarecen en sus enlatados refugios, mientras nosotros, nos volvemos a colocar cascos y todo lo suficiente para aguantar el chaparrón. No hay un puto árbol ni nada para refugiarse y resistimos la embestida de esta Patagonia a lo “macho”. Siento frío, pero no estoy mojado. Los automovilistas vuelven a salir de sus autos y la mujer prosigue reclamando en contra del Estado, del Gobierno, lo concejales. El cielo se abre, de improviso y sale el sol, como si nos sacar la lengua y nos dijera que el verano es una quimera.









Con este pedazo de bocado en el estómago y a fin de matar el tiempo, decido dormir una siesta. Me acuesto a orillas de camino, sobre las piedras, hasta que, separado de una alambrada, encuentro un mejor lugar sobre un pasto con aromas a animales de cuatro patas, pero que resulta ser un colchón exquisito. No sé. Tal vez una media hora descanso cuando mi compañero ya ha trabado amistad con otros automovilistas que osan contar a la velocidad que se desenvuelven en estas carreteras del sur del mundo, desafiando a cada momento a la muerte. No los entiendo. Venir a estos parajes a correr “el Dakar” es tan penoso como no traer la máquina fotográfica cargada. Tan así es lo que digo, que en el cargo camino para el sur y el norte, nos encontraremos con un desfile de automóviles y camionetas accidentadas, volcadas, quemadas, las que no tienen otra razón que la maldita paciencia que nos hace atacar el acelerador más de la cuenta. El ripio traiciona y quien no sabe manejar sobre él es mejor, mucho mejor que se quede en casa. En dos tiempos pierdes el control del vehículo y te sales del camino y esas horas de vacaciones se transforman como obra de gracia en la peor pesadilla, en la peor tormenta. En casa me esperan. Siempre digo lo mismo. Aunque no haya señal, aunque no me contesten el fono, aunque esté en otro país con esta pasión que se “hace odiar”- a veces-, pero siempre hay alguien esperándome en casa a que llegue entero.

La siesta


      Faltan breves minutos para que levanten la barrera y ya la poca gente que hace fila comienza a preparase para partir. Le digo a Montescu que deje pasar a los apurones, que necesito mi tiempo para las fotografías. Unos enajenados nos adelantan como filmando una película de “Rápido y Furioso”. Da igual. El paisaje es más hermoso que cualquier combustión forzada encomendada por el pie del acelerador. Además, en dos ruedas jamás podremos competir con un aterrizaje en la tierra y sus filosas piedras. Lo tomamos con calma. Avanzamos unos 500 metros y hay un nuevo corte. Comienza nuevamente a llover, a la antigua, y el casco con su visera, hacen las veces de un pequeño techo por el que corre el agua, como si este casco, este básico implemento fuere mi casa, mi única y pequeña casa en medio de la nada.

Por fin la fila patagónica, esta culebra de seres humanos ansiosos de destino, fluye. Vamos tras unas camionetas y el camino se va haciendo estrecho, una serpentina en medio de árboles milenarios, piedras y ese verde que no te deja, pero que voy viendo a medias porque comienza a llover fuerte. El ripio me pide concentración máxima y hay espacios de barro que no puedo esquivar. El ripio de la Carretera Austral es tentador. Pareciera firme, pareciera transitable sin problemas, pero siempre esconde una sorpresa. Los cráteres en el camino comienzan a aparecer y saltamos como trapecistas en nuestras motos pesadas y cargadas. Esquivas uno y te caes a otro. El camino es un puzzle indescifrable y ya son cerca de las 19.00 horas. Veo poco. Pierdo visibilidad con la lluvia y muchas veces debo abrir el casco y allí entra esa mezcla de bocanada de hielo y lluvia fría, pero que me permite concentrarme en los “eventos” que nos deja la ruta. La moto aguanta con hidalguía cada hoyo. Acelero por la falta de luz de algunos lugares. Se nos va a acabando esa lucecilla mágica llamado sol y no me gusta la conducción en estos lugares con poca visión. Siento un pencazo feroz, pero la moto no decae, me salta aceite. Se ha reventado la telescópica izquierda. Seguimos. Me va quedando poco combustible igual que a Lucho. Yo creo que llegamos a Puerto Tranquilo, pero Lucho se “inquieta” y su autonomía pide que recarguemos.









Llegamos a “Bahía Murta”, pueblo cercano al Lago General Carrera, de no más de 500 habitantes según los registros oficiales,  en medio de la lluvia. Dice un letrerillo que “se vende  bencina”, pero lo paso volando. No alcanzo a parar. Le aviso a Lucho por el intercomunicador  y se detiene. No hay berma y no puedo girarme. Pasan un par de autos que me tocan la bocina por estar en medio del camino detenido. Montescu se baja con su bidón rojo (el que ya nos salvó en otras ocasiones) y un muchacho en los confines del mundo tiene bencina 93 en unos galones desde donde vende el producto a granel. “Luca” el litro, sin asco, sin piedad.
Nos quedan jodidos 30 kilómetros de camino por la Ruta 7 hasta llegar a “Puerto Tranquilo”. Oscurece. Llueve cada 10 minutos con unas nubadas suficientes como para dejarte estilando. Veo poco. Pero nada como para cegarte y encontrar el “Lago General Carrera” en su inicio. Hermoso. Sin palabras para describir al segundo Lago más grande Sudamérica. Lago binacional que lleva el nombre del fundador de nuestro prócer patrio, fundador del alma independentista, de la Biblioteca Nacional  y el Instituto Nacional. Este lago no podría tener mejor nombre, aunque esté al fin del mundo. El “Carrera” es una inmensidad esmeralda, un país dentro de un país, una lengua inmensa ala que nada le sobra; un ojo que está presente en toda la Ruta 7 sur y eso se agradece, como un dios de la Patagonia al que le prendemos velas, para que nos ilumine.



Bajamos por las fotos de rigor y nos apuramos para no tener que llegar otra vez a destino en medio de la noche, cuando todo está cerrado. Estamos muertos de hambre. Mi última comida fue a las 09.00 A.M en el lejano Puerto Aysén y ese pancillo maravilloso en medio del corte de camino. Son casi las 20.00 hrs y en medio de muchas curvas, subidas y bajadas aparece una calle de adoquines que nos da la bienvenida a Puerto Tranquilo con el último suspiro de la luz de un frío que se recuesta en el Carrera.
     Hay mucho mochilero. Estoy fundido de hambre y vengo cansado a pesar de mi siesta sobre las piedras y el pasto. Ha parado de llover. No quiero carpa. Me encantaría una camita que nos permitiera descansar. La única calle de Puerto Tranquilo colinda con la playa de un Carrera majestuoso. Hay Domos turísticos instalados en esa especie de costanera que ofrecen tours a las “Catedrales de Mármol” y al “Glaciar Exploradores”. Ya están cerrando todos estos domos y sólo se hacen reservas para mañana temprano. Mi moto no tiene aletas así que otra vez volveremos al transporte marítimo. Llegar acá es llegar también a esas atracciones turísticas que debemos visitar.
Lo primero es lo primero, mientras veo a mochileros doblarse la espalda con sartenes y ollas colgando que seguramente, muy probablemente arrebataron a su mamá de la cocina. Otra chiquilla no se ve en la altura de ese bulto que amarra a sus hombros. Los mochileros se multiplican como en un plato instantáneo al que le agregas agua. Yo sólo quiero dormir y para variar, no hay nada. Todos los alojamientos en este pequeño lugar son precarios. Una cama. Un camarote. Nosotros queremos techo. Aunque vistas las proyecciones el camping se viene a la vista. Ya estoy decidido a eso, cuando se nos acerca un tipo que nos habla y nos ofrece una cabaña que está un poco más al sur, por el camino principal y que nos arrienda a 10 lucas cada uno. Nos parece formidable y le seguimos.
Al llegar el panorama cambia. La cabaña es cabaña, pero efectivamente está en plena construcción. El techo tiene visión directa al universo, pero estoy rendido y hambriento. Llego al baño y no veo ducha ni nada parecido. La respuesta es que no se ha alcanzado a construir, pero que no es necesario ya que te puedes bañar con el agua así tal cual, recién salida de la llave o, de otra forma, puedes correr y zambullirte en el río cercano. Quedamos pálidos, con el último rezo: “Y si no les gusta, chiquillos, pueden buscar otro lugar, pero a esta hora no encontrarán nada”. Nos quedamos. El hombrón nos regala un pan con queso que le quedaba guardado en alguna parte de la “cabaña” y un poco de mate. La residencia tiene dos habitaciones con 500 filtraciones de aire por todos lados, un comedor sin mesa, sin sillas, un cajón y un baño que nos recibe como primerizos. La cama es un recuerdo de infancia la “pequeña casa en la pradera” con una manta de castilla y almohada. Esto va a ser bueno. Nos quedamos.
 Con mucho cariño me lavo mis partes más castigadas en el olor por el viaje y mi humanidad tolera el agua al hielo con soberana dignidad. Nos vestimos y salimos a devorar lo que venga. Después de caminar por la Ruta 7 casi un kilómetro, llegamos otra vez al “centro” de Puerto Tranquilo, donde efectivamente hay un servicentro Copec donde los mochileros cargan sus celulares y donde me zampo un chocolate caliente y un poco de maní. Energía a la vena. Vamos al único “restaurant” abierto a esas horas de la madrugada (21.30 horas) y allí nos encontramos con una serie de gringos que andan conquistando el mundo: franceses, alemanes, italianos, quienes todo lo encuentran simpático y bonito. Algunos llevan más tiempo que yo sin agua por su cuerpo, así que me quedó en paz con mis propios olores. Cinco mil pesos, 5 benditas lucas me cuesta un pan, una especie de chacarero en el fin del mundo, que también resulta ser el fin de mi gusto por este exquisito pan. El pan está duro, sin sabor, y la carne tuvimos que emplear mucho esfuerzo e ingenio molar y metálico para cortarla. Estoy rendido. Montescu sigue masticando su pan para tratar de formar el bolo alimenticio que nos mantendrá hasta mañana. salimos. Compro chocolate para el desayuno y unas rebanadas de queso más dos panes. La dieta del pan, señores!. Rendidos volvemos caminando al “pesebre” como con una risa, hemos bautizado nuestro refugio. Ahora caminamos de subida. El kilómetro se hace eterno. En pleno verano, hace un frío que parte el alma. Estoy entumido. Saco mi secador de pelo (que por ese afán femenino me ha acompañado por tantos viajes) y otra vez aperra y me entibia. Hay viento afuera. Me acuesto con parka y casi con la misma ropa en el ejercicio más rotundo con mi propio aroma de caballo sudado y muerto. Tengo frío. El paisaje lo supera todo. Estamos en el pesebre, en pleno febrero, en el más Tranquilo de todos los puertos. Tengo ganas de orinar, pero el frío me detiene. Me aguanto. No me muevo. Duermo como la vaca del pesebre de la Patagonia chilena.                


5 comentarios:

  1. jajajajajaaj tremendo relato imposible no soltar una risa por tu desventura, pero como dices los paisajes curan todo, una buena idea es llevar siempre sal, en las fotos se ven nalcas que si bien pueden no estar tan ricas en esas fecha con hambre sus tallos "salvan" ..saludos ...buen capítulo como siempre

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    1. Creo que la sal estaba al fondo de las maletas. Para otra vez seguiré tu consejo. Igual los autos nos podrías de haber dado una manito. ja!

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  2. y hasta aca llega el relato?
    o soy yo q no encuentro el sgte link

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  3. Espectacular relato¡ Me muero de la risa ¡¡ Y me identifico plenamente ahí anduve por eso lugares con los mismos problemas para alojarnos ¡¡ muchos saludos ¡¡

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