CAPÍTULO IV
Puerto Aysén, Lago Riesco, Bahía
Acantilada.
16 de Febrero de 2016.
La habitación
es pequeña. Gracias a una ventana que recoge las ramas de una araucaria de la
calle en un profundo abrazo, pudimos ventilar el espacio que me separa de
Montescu. Hay una tevé colgada de 14 pulgadas con cuyo cable de corriente
hacemos una especie de tendero dentro de la misma habitación. Normalmente,
cuando dormimos en hostales o residenciales, en medio de la lluvia, ocupamos lo
que sea para secar ropa. La idea es descansar un rato. Dormí sin vaivén. No
siento el mar cerca, pero sí la lluvia que ha estado presente toda la noche.
Trato de enviar un mensaje a los míos, pero acá la ”banda ancha” es “banda
estrecha” y recién me llegan unos mensajes de mi vieja preguntando por Chiloé.
Envío fotos de paisajes pasados que todavía no aparecen como “leídos”. Me canso
de la “desconexión” torpemente. Como si mi oficina me persiguiera a todos
lados. Bajamos prontamente por el desayuno que se incluye en este hospedaje
dominado por esta argentina voluminosa en cariño y buenas vibras. La idea de
hoy, es salir a caminar esta pequeña ciudad, fotografiar lo de siempre y mañana
partir hacia el sur por la Ruta 7.
Para variar,
llueve. En mi triste inocencia, traje incluso short para baño por si había un
río al alcance para un chapuzón memorable. Un grupo de amigos un par de semanas
antes hicieron este periplo (sin tanto barco evidentemente) y tuvieron el sol
de los soles sobre sus hombros. En ese mismo escenario, las únicas zapatillas
que traigo son unas de verano, bastante respirables, las que visto el aguacero que
hay en la calle, debo reforzar con el botín interior que traen las botas de la
moto, que- supuestamente- son impermeables. Lo mismo sucede para arriba, salgo
con la chaqueta de mi cordura que no debiera “pasarse”, ya que la otra parka
que traje es más bien para el frío y con agua quedaría como manta de castilla
de pesada.
Al poco andar
por estas calles, el cielo se tira sobre nosotros como si fuéramos malos
forasteros. Nos odia el sur con toda sus alma como una mujer despechada en cariño y besos; y mis zapatillas comienzan a ceder ante tanta laguna que le saca la
lengua al pavimento. Puerto Aysén es básicamente una gran manzana donde se
deposita el centro. Sin embargo, su gran atractivo puede llegar a ser el
puente, tipo Golden Gate, que cruza el Río Aysén y que tiene una costanera
hermosamente cuidada. Caminamos en ella, y notificamos la cantidad de personas
que lo ocupan como unión peatonal entre un lado y otro de la pequeña ciudad.
Hacemos las fotografías de rigor y las grabaciones en video pertinentes que
causa sorpresa entre los transeúntes, que sospechan de algún programa televisivo viajero y que cada vez nos ven más mojados.
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Golden Gate sobre Río Aysén |
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Plaza de Puerto Aysén |
Visto lo
anterior, el estado de “diuca” en el que nos encontramos y que probablemente no
hay tendero que pueda secar nuestra ropa es que decidimos quedarnos en Puerto
Aysén, ir a una lavandería a aumentar nuestra ropa disponible y buscar alguna
tienda que nos permita comprar nuevos calcetines (más invernales) y una
chaqueta que combata los aguaceros cuando me encuentre de “civil”. Los precios andan
a nivel central y en una de ellas nos disponemos a comprar calcetines nuevos y
una chaqueta hidrorepelente. Parezco de shopping, como una señora con paquetes
nuevos caminando por la avenida principal de Puerto Aysén.
En medio de
tanto cielo oscuro en el inicio de mi cuello se me ha ido inflando una amígdala,
cuestión de la que padezco desde niño, por lo que debo recurrir a mi querida
amoxicilina, que curiosamente, también dejé en casa. Así que nos vamos a la
farmacia cercana, para tantear el ambiente y ver si me venderán antibióticos
sin receta. El farmacéutico, resulta ser medio callado, de pocas palabras,
diría hasta desconfiado, hasta que le digo que somos motociclistas. Allí su
cara se le llena de luz, me advierte si he tomado muchas veces el medicamento y
me regala hasta un vasito de agua para tomarlo. Nos cuenta que no es de acá,
que es del norte y que no se ha acostumbrado en la Patagonia. Que allá también
tenía moto, pero que acá no se puede andar, que es muy corta la temporada. Que
el clima te patea la humanidad y que luego, muy luego viene el invierno interminable
y allí todo es más triste que ayer. En eso, cuando su rostro se ha llenado de
luz, una señora muy encopetada reclama el por qué no se le vende “Omeprazol” para su estómago, sin receta y que ella lo consume- con prescripción- hace años, sin problema. El farmacéutico
nos quita la atención y se hace cargo de la señora, quien nos habla y resulta
ser otra talquina reconocida, dueña de una tienda, que junto a su marido andan
de vacaciones. ¿“En Moto”?- exclama-¿Con esta lluvia?. El mundo es pequeño y
hay que andar con cuidado. Menos mal que no andamos en malos pasos. En todas partes hay ojos y oídos. A la cresta del
mundo te encuentras con conocidos. Chile es un pañuelo, señores!
Entre paseo y paseo, el obturador no ha parado
de sacar fotografías y la hora de almorzar ha llegado. Preguntando arribamos a
Roma y el Casino de Bomberos debe apagar nuestro apetito, vistiéndose de gala para recibir a estos peregrinos lejanos. El local es apetitoso
por donde se le mire, buenos precios y platos talla XL dignos de todo
motociclista que necesita energías para proseguir a la siesta. De improviso en
la mesa de al lado llega para instalarse un perico que reconozco de inmediato. Francisco Javier Pizarro, alias
“Fósil”- "Hobbit", amigo de toda la vida, que anda recorriendo la Patagonia en moto junto
a su novia. El abrazo es de hermanos. La alegría de encontrar en la punta del
precipicio del territorio a otro muchacho que sueña igual que yo, que vive los
viajes por tierra como un gran carnaval y si son en moto es un canal directo con
nuestras propias esencias, esas que nos permiten ver lo diminuto que somos. El
almuerzo termina con una gran sonrisa y los deseos de que en Talca nos volvamos
a encontrar y que todos, absolutamente todos, tengamos buen regreso. Francisco
ya va de vuelta.
A fin de hacer
más llevadero el almuerzo que hemos tenido en nuestras fauces, salimos a
caminar lo que nos resta de ciudad, iglesias, plazas, fotografiando toda imagen
que se pueda convertir en un recuerdo. En eso llegamos a una feria artesanal,
donde venden plantas, manualidades, tejidos y algunas prendas de vestir. Le
compro una camiseta a mi hijo más chico- como dicta la tradición de todo viaje- y saco la billetera para aferrarme a que la
señora tenga cambio de 10 lucas, lo que no acontece. Me desconcentro. Le pido a
Montescu que vea si la talla de la
polera le quedará bien a Lucas- mi chiquillo- y salimos raudos de la Feria. Se
pone a llover otra vez. Estoy tentado con llevar zapatos ya que las zapatillas
no aguantarán. Volvemos a la tienda de la mañana que está a punto de abrir.
Allí están esos zapatos que repelen el agua y los compro, pues la tarjeta de
crédito aguanta todo- supongo. Llego a la caja y, al igual que en un programa televisivo cuando viene el redoble de tambores para el pago, mi billetera desaparece. No está, por la puta madre. Y allí
se me vienen todos los colores a la cara y la imagen nítida que el paseo de este
año llega a su fin. En mi billetera está un poco de dinero en efectivo, mis
tarjetas bancarias, mis documentos de conducir y mi cédula de identidad, junto
a algunas fotos de mi clan. Vuelvo a revisar mi mochila y no hay nada. Parezco fantasma. Por largos diez segundos quedo en blanco y probablemente me
haya colgado la baba de manera abundante. Se me vienen a la mente mis
documentos de conducir que acabo de renovar y donde por vez primera salgo
apetecible en la foto y donde al reverso señala claramente “uso de lentes de
contacto”. El mismo scanner mental hago con mi Cédula de Identidad, que acabo
de sacar y donde todavía aparezco con cara de post operatorio por ese cuasi tumor donde la pelá me tocó el hombro para anotarme en su libreta para siempre. Despierto, miro
a Lucho y le digo: “cagamos”. Se acabó el viaje. No hay forma de seguir.
Inevitablemente pienso dónde mierda dejé la bendita billetera de cuero regalada
por mi mujer no sé para qué ocasión: Lo tengo!. Se quedó en la Feria de
Artesanía. Lo curioso es que, como estamos en la tienda, no puedo ir corriendo yo,
ya que tenía los pies tan mojados que pedí llevarme los zapatos nuevos puestos
(claro, como el provinciano que llega a la ciudad), así que no puedo salir de
la tienda. Lucho parte corriendo y todas mis esperanzas van en él. Le llamo en
el intertanto y me anuncia que la billetera está. Que la señora de la Feria de
artesanía la tiene, pero que no se la va a devolver a él, sólo a su dueño. Los
colores vuelven. El cielo se despeja por un buen rato. Me da lo mismo que mi
billetera no esté completa, pero con ella el viaje puede continuar. Me coloco
mis zapatos mojados (los nuevos quedan en la tienda) y salgo como un
correcaminos hasta que llego a la Feria y la señora me devuelve la “de cuero” y
trato de abrazarla y decirle que nos ha devuelto los pasajes para el viaje. Nos
sentamos un rato. Como que un pedazo de energía se ha ido. Como que hubiéremos
corrido la “Maratón de Aysén” y hubiéramos llegado en el último lugar,
rendidos, con el sudor helado de los condenados. Hemos estirado la suerte. La
billetera está completa. La honestidad triunfa, porque quizás acá el mundo es
un poco más transparente y la lluvia lava esa confusión que nos impidió volver
a mirar a los seres humanos a la cara, o tal vez, son sólo elucubraciones mías
en medio del post stress, pero lo creo y eso me deja tranquilo. He vuelto a
creer, lo que no es malo.
Volvemos a la
tienda por zapatos nuevos y curiosamente el cielo se despeja.
Es hora de
volver a las motos, aprovechar este claro en el cielo y visitar los lagos, que
se encuentran a poca distancia de la ciudad.
Nos montamos
otra vez en nuestras motocicletas y partimos al “Lago Riesco”. El sueño de todo
pueblo es tener un lago hermoso, casi virgen, a escasos 26 kilómetros de la
ciudad, aunque el camino sea malo, como casi todos los caminos secundarios en
la Patagonia. Cruzamos el “Golden Gate” e inmediatamente te internas por un
camino de ripio, de belleza escénica majestuosa y donde, de vez en cuando,
aparece una casa que nos avisa que queda tanto por habitar en los rincones de Chile.
Vuelve a llover hasta que llegamos a este lago, después de unos treinta minutos
de marcha, donde, en pleno Febrero sólo hay tres familias y un lago desocupado
completamente a tu disposición. Empiezan a caer goterones del porte de una
piedra. Quedo pegado en la arena con Margot y Montescu me ayuda a salir.
Difícil resulta describir en letras, comunes y corrientes, el espectáculo que
tenemos en frente. En medio de unas montañas, aún con nieve, hay un precioso
lago desocupado, al gusto y alcance de sus turistas. No debe haber más de 8
personas que prontamente se guardan porque otra vez empieza a llover. La
fotografía es hermosa en medio de la bruma. Mi cámara se moja, pero qué más da.
Quizás en cuánto tiempo más volveré por estos lados, aunque para serles franco
el sur, siempre es el sur.
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Lago Riesco |
Volvemos con las motos a Aysén. Llueve copiosamente, sin embargo no he pasado ningún susto, por el momento. Valga el crédito a Manuel Escandón, quien antes de partir me dijo: “Bueno, bonito y barato”, Colócale neumáticos "Mitas" a la moto y la verdad, es que se han comportado a toda prueba a pesar que los amortiguadores de Margot gritan con cada hipo que reciben producto de cada impacto a la que la sometemos.
Por la mañana,
alguien me había hablado de la “Bahía Acantilada”, algo que estaba cerca y era
un balneario municipal. Cabe apuntar que, todos los lugareños de acá y de la
Patagonia en general, manejan un concepto algo diferente de nosotros de lo que
es “lejos” o “cerca”. Todo está “al
lado”. Esa conciencia de la “no propiedad”, de la “alambrada rota”, del
descampado donde nada pertenece a nadie (aunque sean sólo ideas en un cabecita,
porque acá casi todo tiene dueño), nos va habituando a un nuevo mapa, a un mapa
imaginario y donde el reloj acá es de arena, corre lento y rápido a la vez,
porque a las 21.00 hrs, está todo cerrado y no anda ni un alma en la calle.
Entonces nos
apuramos y nos vamos directo ya de regreso a la famosa “Bahía Acantilada” que
está a casi 12 kilómetros del centro de la ciudad, pero hacia la otra dirección.
El camino a pesar de los esfuerzos de Vialidad y de cuanta máquina caminera
existe es “malo” a secas y con un barro medio siniestro que lo hace
abiertamente traicionero en cualquier momento. Yo me vuelvo a acordar de Manuel
y el dato de los neumáticos y me vuelvo a encomendar al “Rey Mitas”. Ellos
responden.
Arribamos a un
lugar de ensueño. (otro más). Y otra vez, el lugar está con apenas 3 pericos
que sacan fotos. Ya quisiera que Talca- la “fea” como le dicen- tuviera estos balnearios
municipales. Recuerdo que estamos en pleno corazón de Febrero, en medio del
dulzor de las sandías y el aroma del pastel de choclo; la ensalada a la chilena
y esas camisas pegadas de sudor en la tarde diabólicas del sol sobre nuestras
cabezas. Acá el país es distinto. No hay nadie. Es una gran laguna, con un
ventisquero hermoso, aguas cristalinas y
abundante playa, casetas para salvavidas, arena lacustre suave y; en otro
sector, parrillas comunitarias, quinchos. Madre mía!. El sur es el sur. Hay tanto
que mirar, tantos lugares pintados o asemejados al paraíso, que todo,
absolutamente todo parece habitual. La belleza es como un adjetivo común y
corriente y parece ser que el patagón ha perdido conciencia de ese calificativo
que hemos buscado tanto en otros lugares del país. Acá la belleza es una
conditio sine qua non, para que el territorio sea territorio.
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Camino a Bahía Acantilada |
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Bahía Acantilada |
Tenemos tiempo
de tomar las fotos necesarias y partimos de vuelta. Hay que ir a buscar la ropa a la lavandería. Vuelve a
llover y el camino se hace más malo que antes. Hace hambre. Hay hambre por
todas las esquinas del mundo. Pasamos unos puentes y retornamos al
centro de Aysén por nuestra ropa. No hay como la ropa limpia y si se trata de
calzoncillos y calcetines, cuánto mejor. En épocas de emergencia, sirve siempre
la técnica de ocupar por segundo día consecutivo la ropa interior por el revés,
pero las consecuencias al olfato, atropellan cualquier encanto al respecto.
Debo confesar que la técnica del “cochinazo” en rigor la he ocupado con
antelación, pero la lavandería es un placer sin estaciones.
El
hostal nos espera. Nos abre la puerta nuestra voluminosa argentina, cuyos
abrazos podrían alcanzar para un ejército de chilenos abúlicos, a quien le
pregunto por el menú de esta noche. Lo recita con acento pegajoso de Comodoro
Rivadavia: “Sopa de lentejas y Torticha de papas con milanesa de pocho”.
Además, desde la calle ya me levantaba el aroma de la tortilla en sus ropajes cuajados
por manos caseras que me recodaron a esa tortilla de mi abuela, fruto de unos
inmigrantes valientes que cruzaron el Atlántico desde Málaga para recostarse en
este lejano país hace tantos años. La
sopa de lentejas me deja con renovado ánimo. Afuera ha parado de llover, pero
hay un viento que levanta a cualquiera, que parte el alma de los que venimos
del norte, que nos hace tirirtar en medio del miedo de no saber cómo
enfrentarlo, pero de a poco lo vamos domando. Llega la Tortilla y la milanesa y
son un bocado. Primer día que cenamos como lo merecemos y como nuestra panza lo
reclama. Hay un niño de la casa-hostal que no para de jugar con nosotros y que
reclama más paseos de sus padres. Parece un gorrión enjaulado en su infancia.
Nos despedimos y felicito a la argentina, porque se ha reivindicado del hueso
con pellejo de la noche anterior.
Para
despedirnos de Puerto Aysén, cerca de las 22.00 horas salimos a beber algo a un
bar cercano. El pueblo ya casi se duerme. Encontramos lo único abierto en medio
de este extraño verano donde nos graniza y nos levanta el viento. Estreno mi
parka nueva y mis zapatos ad-hoc que no me canso de piropear. No paramos de
recordar el “Lago Riesco” vacío, como también la “Bahía Acantilada” convertida
en un verdadero “farwest” y lo que quisiéramos que, en Talca, “la fea”, tener unos
instantes de verano semejantes preciosuras para hacer “patitos” desde la orilla
con nuestras piedras lanzadas, en las competencias que hacemos juntos a
nuestros hijos. Vuelvo a sentir la nostalgia de los míos en medio de estas
montañas que hacen tiniebla, sombra y una estación invernal que nunca se aleja.
Llegamos al bar, que es una especie de cafetería “barística”. Si alguna vez
fuimos “motoqueros rudos”, creo que lo hemos perdido todo: Pedimos ambos un
chocolate caliente ante la extrañeza de la mesera. Un chocolate caliente en
Puerto Aysén que no es otra cosa que una pequeña brasa que me recuerda los
inviernos en casa, en medio de Julio con las lágrimas de la lluvia tras los
vidrios empañados, y me hace posible soportar el viento que me rompe la cara en
medio de la soledad de las calles de este pueblo. Nunca olvidaré, cuando vuleva
a encender mi motocicleta, que tal vez, el paseo de este año, pudo llegar hasta
aquí, si no es por la honestidad monumental de la gente que me tocó compartir
en el segundo y en el momento justo de estos días. Siento que el Sur nos ha
tendido por fin sus brazos. Se acaba el Chocolate Caliente. Una servilleta en
la boca me despide definitivamente de estos vientos y Puerto Aysén es un recuerdo.
La lluvia y la eterna compañera...Me dio frío recordar mi ida a Puerto Aysen.
ResponderEliminarOjalá todos pudieran apreciar en directo esos paraísos lejanos de nuestro Chile.
Siempre somos privilegiados. Debiera ser un derecho humano conocer tu país.
EliminarBuen relato como siempre, pero las fotos están cada vez mejores ... que bien por los Mitas, he usado los mismos y cero quejas.
ResponderEliminarEl Mitas es un descubrimiento de los buenos. Y de las fotos, vienen mejores.
EliminarEl cochinazo jajajajajaja
ResponderEliminarUn clásico. No hay como el calzoncillo al revés. Ja!
EliminarHey Pez, como nos transportas con tu relato, como que fuésemos un tercer compañero en tus travesías,
ResponderEliminarContinua, quiero seguir viajando,,
Saludos cordiales P Lazo
Gracias, Patricio.
EliminarQueda mucho viaje.
Te mando un abrazo.